Uno de los tratamientos más habituales en oftalmología son los colirios, una preparación que consiste básicamente un principio activo disuelto en agua y que solemos encontrar en pequeños envases en cualquier farmacia.
La superficie ocular es la que está más expuesta, y se compone del globo ocular y sus tejidos adyacentes, me refiero más concretamente a la córnea, la conjuntiva y la película lagrimal que protege a ambas. Unos requieren de otros, y si por alguna razón alguno de ellos deja de cumplir su función los otros se pueden ver afectados.
Bien es cierto, que al ser la parte más expuesta es natural que la mayoría de los colirios y pomadas oftálmicas se hagan para tratar problemas de la superficie ocular, es el caso de las lágrimas artificiales de las que ya hablamos en alguna ocasión, así como los colirios para tratar las alergias que afectan a los ojos, o también es el caso de los antibióticos empleados para tratar algunos casos de conjuntivitis.
Dependiendo de su función, algunos colirios actúan de manera superficial, mientras otros deben atravesar diversos tejidos para cumplir su objetivo, como es el caso de los colirios empleados para dilatar las pupilas, que deben traspasar la cornea para llegar hasta al iris.
Para cumplir con este cometido, la composición del colirio requiere de cierta complejidad, ya que si bien en la superficie el medio es acuoso, y fácilmente se mezcla con la circulación de fluidos, debajo tenemos estructuras más complejas o relativamente impermeables que dificultan la llegada del principio activo.
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